domingo, 28 de septiembre de 2008

LOLI



Se levanta a las seis de la mañana. Deja preparado el desayuno para sus dos hijos y su marido, ella toma sin ganas un café con leche. Antes de salir mira las habitaciones para comprobar que todos duermen, que todo queda en orden.

Toma dos autobuses y el metro para desplazarse desde su barrio periférico. En el metro, al principio se guiaba por las formas y detalles de las estaciones para saber donde tenía que bajar. Baja en el centro, ese mundo deslumbrante de grandes avenidas y edificios de cristal.

Cuando llego por la mañana, la veo con su carrito cargado de productos de limpieza, fregona y cubos. A pesar de la aséptica decoración de acero y vidrio “high tech”, la oficina de la agencia publicitaria huele a animal salvaje. El rastro fiero de los ejecutivos de cuentas y las secretarias de dirección es difícil de eliminar. Loli pasa entre ellos invisible como una sombra azul. A veces, a través de los cristales entre despachos, nos saludamos con un leve gesto, una sonrisa en medio de aquella jauría de alimañas vestidas de Armani

Un día la encontré llorando en el vestuario.

-No puedo más, mi marido se ha gastado media paga del paro invitando a los amigos en el bar.
Mi hijo está metido en drogas y a mi hija no le da la gana de ponerse a trabajar y no es capaz de hacer nada de la casa.

Disimuló al oír el taconeo poderoso de una de las directoras que se acercaba al baño. Se sobrepuso y como en otras ocasiones, me pasó unas facturas y cartas del ayuntamiento que ella no sabía leer, para que la ayudara a hacer unas gestiones.

Tenía que irse deprisa para llegar a tiempo a hacer faenas en un piso de la otra punta de la ciudad. Al anochecer llegar a casa para hacer la cena, poner lavadoras y llenar la bañera a la temperatura correcta a gusto de su marido y evitar sus gritos si estaba demasiado fría o caliente.

Así transcurrían sus días, sus semanas, sus meses. Borraba sus pesares con una sonrisa todas las mañanas. No entendía como aquellas mujeres jóvenes y guapas de la agencia, vestidas de marca y tan bien maquilladas estaban siempre tan serias teniendo tantas cosas. Lo feliz que sería si pudiera sentarse junto a ellas en la sala de juntas y flirtear un poco con aquellos ejecutivos engominados y eternamente morenos.

El sábado pasado se casó su hija. Loli alquiló una limusina para pasear a los novios durante una hora con final de trayecto que incluía una copa de cava. Le costó 1.000 €, me dijo orgullosa.

La veo marcharse, dejar su bata azul y vestirse de calle. Combina con gracia su ropa de mercadillo y se despide. Me dice adios, con un orgullo antiguo de hembra.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

EL LABERINTO DE LA MEMORIA II



A veces cuando voy por el centro, paso por delante de aquel café inmemorial de puertas de cristal biselado con el nombre grabado al ácido, de barra de madera bruñida y mesas de mármol con bordes de latón. Desde la calle veo el interior reflejado en el gran espejo del fondo. Un camarero muy viejo, con fina corbata negra y blanquísima chaqueta nos trae dos cafés y los deposita en la mesa con una cortesía de otro tiempo. Despacio, él, me quita las gafas y le veo borroso acercarse a mis labios,hasta verlo nítido un instante antes de besarme.

Un segundo después, alguien sale por la puerta del cajero automático y todo se borra. Estoy sentada en el banco de enfrente mirando la reluciente sucursal bancaria que ha sustituido aquel café y los delicados mecanismos del recuerdo le traen de nuevo. Vuelven sus ojos en penumbra cuando entraba en mí con una fuerza dulce y el abrazo desesperado, casi animal. Continuábamos mirándonos a los ojos hasta el final de aquel delirio en que todo desaparecía en un instante. Luego la paz de los cuerpos, el silencio y otra vez la mirada admirada, la adoración mutua y las charlas lentas donde arreglábamos el mundo.

Hicimos promesas de largo recorrido en el aire, no queríamos ver que vivíamos un presente que no podía tener futuro. Vidas muy distintas, demasiada distancia y obligaciones ineludibles lo malograron todo. No recuerdo con exactitud las palabras telefónicas de despedida y cierre, el dolor las habrá borrado. Pero supe que él podría sobreponerse en otros brazos, que entraría en otros cuerpos y otras almas hasta olvidarme poco a poco, como en una anestesia de la memoria.

En el transcurso de los años, esperé en vano que el destino volviera a premiarme con una experiencia de la misma intensidad, era inconcebible conformarme con menos. Todavía sigo esperando.

A veces sueño que él se ha ido y me despierto alegre pensando que solo era una pesadilla, para un segundo después ver amargamente la realidad. Otras veces espero dormirme para volver a encontrarle en sueños.

sábado, 20 de septiembre de 2008

EL LABERINTO DE LA MEMORIA



Tenía una belleza secreta, no era una guapa al uso. Unas gafas de pasta con bastantes dioptrías, borraban la expresión de sus ojos deformando su mirada. Las mejillas mostraban pequeños estragos de un acné aún reciente. El óvalo de su cara sin embargo era perfecto y su perfil, con el mentón apenas unos milímetros adelantado.

Cuando hablábamos apoyados en el velador de mármol de un antiguo bar ya desaparecido, le pedía que se quitara las gafas. Entonces su rostro resplandecía, me miraba y creo que a esa distancia me veía, más allá todo debía ser borroso para ella. Los labios pálidos estaban tibios cuando los besaba, de dentro de aquella boca serena surgía una lengua como con vida propia, un animalillo inquieto y ágil que borraba las palabras y hacía entornar los ojos.

Una punzada súbita me traspasaba cuando se quitaba la ropa. Tumbado sobre el colchón en el suelo, miraba en un contrapicado delicioso, sus piernas firmes que terminaban en unas nalgas rotundas, duras, de bailarina. Cuando se inclinaba sobre mí, el roce de su pelo en mi cara despertaba el instinto y ya todo era locura y pasión de una pureza irrepetible. Su conversación me transportaba a mundos que tan solo había imaginado en algunas lecturas. Su comprensión me hacía transparente. El sexo era de un romanticismo salvaje (si eso es admisible), un acoplamiento en cuerpo y alma, definitivo, absoluto.

Podría seguir describiéndola pero me resulta demasiado doloroso. En aquellos días nunca imaginé perderla, aún hoy sigue siendo para mí un misterio como sucedió. Nunca pensé que cayera sobre nosotros una maldición por ser tan felices. El amor extremo debe atraer el horror y la desgracia.

Desapareció. Tal vez para volver a una vida más sensata. Yo, con una mezcla de dolor agudo y orgullo herido no hice nada por recuperarla. Acabamos cruzando un par de cartas, la mía furibunda, su último texto de apenas una línea: No estoy de acuerdo con tu punto de vista...

Más tarde supe que nunca más se repetiría una experiencia parecida con nadie y volví al plano convencional, al de las relaciones de media o baja intensidad, a la resignación desesperada del millonario arruinado.

A veces sueño que ella me ha dejado y me despierto alegre pensando que solo era una pesadilla, para un segundo después ver amargamente la realidad. Otras veces espero dormirme para volver a encontrarla en sueños.

domingo, 14 de septiembre de 2008

ASOMADO AL ABISMO



Mi corazón ardía incandescente bajo la inquietante calma de una piscina nuclear. Yo era un desconocido más para ella, que cada mañana subía al autobús 57.

Podría empezar así un relato tan insensato como cualquier otro. Desarrollaría una pequeña historia intentando colocar adjetivos deslumbrantes, situaciones conmovedoras y un final donde cualquier esperanza se estropea. El pesimismo siempre me ha sentado bien.

Hoy, aplastado por una realidad sin salida, sin fuerzas para imaginar y plasmar algo escrito, solo me queda ánimo para observar. Mirar las vidas ajenas, como la mía en su mayoría biografías planas, pobladas de rutinas y deberes sin sentido. Con la expectativa de hallar una lejana luz, un remoto punto de encuentro en otras almas.

Entretanto y para contradecirme una vez más, escribo estas líneas a modo de alto en el camino. Una senda ignota en la que me aventuré sin el equipo necesario, sin mapas ni guías y sin conocer el terreno.
La ignorancia nos hace osados e imprudentes. Esto es todo lo que puedo declarar en este momento lúcido.

También podría llevar un diario, pero eso sería un ejercicio demasiado masoquista.
(Disculpen las molestias)

sábado, 6 de septiembre de 2008

DIAS DE GLORIA



Pedro y yo estábamos frente a la gran bañera de acero inoxidable, llena de huevos cocidos hasta el borde. Huevos duros para la cena de tresmil reclusos sin delito. Nos ordenaron pelarlos y depositarlos en unos baldes con agua. Él sonreía con una mueca desencajada. Quién sabe lo que pasaba por su práctico y sencillo cerebro de cabrero ante aquella visión. Yo por mi parte, inmediatamente me situé en un relato de Kafka que para eso sirve la cultura, para sufrir con elegancia.

Iniciamos la labor de descascarillado con cierta presteza al principio, entre risas. Al llegar a los trescientos huevos los dedos tumefactos empezaron a sangrar levemente a causa de los microcortes de las cáscaras. A los cuatrocientos, el agua del balde adquirió una leve tonalidad de vino rosado. Los huevos flotaban como flores ciegas entre aquella mezcla. Al ver el resultado, el vigilante nos ordenó dejar aquel trabajo, trasladándonos entre gritos e imprecaciones hacia otra sala.

Allí nos esperaban dos sacos de cebollas de 30 kilos que había que pelar. La molestia dactilar aumentó al contacto con los irritantes jugos. Para olvidar ese dolor los ojos picaban en extremo pues aquellas cebollas sabían defenderse con fuerza. Después de unas cincuenta cebollas peladas por cada uno, aprovechando un descuido de los vigilantes, abandonamos disimuladamente entre lágrimas aquella tarea, yéndonos a perder a un solitario patio donde se almacenaban los enormes cubos de goma de la basura. El relato kafkiano que me acompañaba en mi interior adoptaba múltiples formas de desesperación propias de ese autor.

El hedor de los cubos, creánme era nauseabundo, superior en repugnancia a cualquier otra substancia. Quizás piensen ustedes que la mierda es peor, tal vez el tufo de una pocilga, no, se equivocan, no hay nada peor que los restos de comida descompuesta, las verduras y frutas putrefactas, los espesos líquidos derramándose lentamente bajo la goma negra de aquellos cubos.

Al poco rato fuimos descubiertos por un vigilante que salió a orinar al patio. Como castigo nos mandaron a limpiar las letrinas. Ellos creían que era un castigo, sin embargo era el trabajo más agradable de los que allí podían ejercerse. Pedro se mostró feliz al instante al disponer de una manguera con la que jugar a arrancar los zurullos increíblemente adheridos a las paredes de cemento. Nos preguntábamos que clase de acrobacia era menester para cagar de esa forma, cuando la gravedad obligaba a acertar en el agujero del suelo. Quiénes podrían ser los autores de aquellas esculturas marrones, semejantes a antiguos picaportes.

El agua a presión se estrellaba contra aquella materia resistente, hasta acabar cediendo tras algunos minutos de constante empeño. Recuerdo, con placer lo limpias que dejamos aquellas dependencias comunitarias y como Pedro y yo nos abrazábamos alegres y satisfechos por el deber cumplido.

Por la tarde y sin tiempo de descanso, nos mandaron a limpiar los hornos de la cocina por dentro, operación que se hacia cada tres meses y que casualmente aquel día nos tocó a nosotros. Iniciamos aquel trabajo con ánimo de minero del carbón , Pedro, incluso cantaba alguna canción de su pueblo. Las paredes metálicas de los hornos habían acumulado dos centímetros de grasa que se disolvía entre nuestras manos, iban a manchar nuestra cara y cabellos, acabando por dejar también la ropa de faena de un color miel negruzco.

En esto estaba cuando resolví no volver a leer a Kafka nunca más. Pues lo que en su día fue un placer literario, ahora era una realidad sangrante. Pero que demonios, éramos jóvenes, teníamos energía y no nos iban a doblegar así como así. Después del tercer horno, con los brazos ya insensibles, nos deslizamos tras unas ollas de gran diámetro, desde allí vimos como el cocinero jefe preparaba la paella del día siguiente para tresmil, mientras iba comiéndose las pocas gambas que había, tirando las fundas de las mismas enteras al caldo, con tal habilidad que parecían estar llenas. Escapamos de aquella cocina del infierno.

Nada más salir por la puerta, nos enrolaron en una pequeña brigada de limpieza, estaba anocheciendo, el cuerpo se negaba a seguir con más tareas. Las amenazas de los mandos nos condujeron hasta uno de los comedores de unos mil metros cuadrados que había que fregar. Armados de cubos y fregonas empezamos a cámara lenta aquel trabajo. Pedro, recordando su oficio de pastor se quedaba dormido de pié, con el palo de la fregona a modo de bastón. Tuve que despertarle varias veces para continuar.

La cabeza me daba vueltas, estaba mareado. Demasiada dosis de realidad para mi espíritu novelesco, solo quería terminar, solo dormir como único objetivo. Cuando ya teníamos el comedor prácticamente terminado, aparecieron por el portón dos vigilantes borrachos. El más alto se acercó a nosotros. Miró el interior de los cubos y soltando maldiciones los volcó a patadas. Insultándonos por tener el agua tan sucia, que se derramó como tinta china cubriendo parte del comedor.

Pedro y yo nos miramos un instante, los ojos enrojecidos con un brillo de demencia. Solo recuerdo una luz amarilla cegadora que lo borró todo. Uno de los vigilantes cayo al suelo por el golpe de fregona de Pedro, mi cubo se estrelló contra la cara del otro. Noté una especie de punzada en la cabeza y despertamos a la mañana siguiente en el calabozo.

Una semana más tarde juramos bandera.