sábado, 11 de julio de 2009

LEVEDAD



Mientras la esperaba en el vestíbulo del edificio de oficinas, me entretuve leyendo los nombres de los buzones en un ejercicio vano para llenar con datos inútiles la memoria. Dicen que todo lo que vemos, oímos y sentimos queda almacenado, otra cosa es saberlo encontrar después. Tal vez solo es posible en sueños.

A los cinco minutos apareció Laura por la puerta del ascensor; blusa y pantalón ad-lib blanco muy transparente, foulard al cuello de tonos rojizos, del bolso no me acuerdo. Acababa de pintarse y sus ojos parecían mucho más grandes, brillantes y expresivos, comparados con el aspecto natural y un poco apagado que presentaban en alguna ocasión que la vi en una hora temprana de la mañana.

Dos besos en las mejillas mientras soltaba un torrente de palabras -creo que ya venía hablando sola desde el interior del ascensor- mostrando irritación por un problema de trabajo. Salimos a la calle en dirección a uno de esos bares vacíos a media tarde, yo a cada poco la seguía con monosílabos, por no interrumpirle el discurso, esperando que se le acabara la cuerda y se calmara.

Una vez en la mesa del bar, le pedí que se tranquilizara. El problema que exponía era tan banal que parecía ocultar un estado de ánimo nervioso provocado por otra causa. Algunas otras veces también irrumpía de la misma forma y llegué a pensar que era una pose para iniciar aquellas citas mitad de trabajo, mitad personales.

Prosiguió hablando de temas laborales, la miraba muy quieto hasta que me preguntó por qué la observaba tan fijamente. Para darle un giro a la conversación, le dije que estaba muy guapa aquella tarde, lo que dio paso a una descripción por su parte de todo su atuendo, el peinado, el rimmel y los accesorios...Se desvaneció el tema anterior al instante y pasamos a las trivialidades lúdico-festivas. Hablamos de cine y de libros quizá para constatar una vez más tantas afinidades.

Al salir del bar entramos en una pequeña librería que hay justo al lado. A curiosear las novedades, los autores , las estanterías y el volumen de sus ancas que desde la altura de mi vista se veían en un picado que abarcaba desde la cintura hasta los pies. La transparencia como de gasa del pantalón dejaba adivinar el color de aquella piel oculta ya morena por los primeros días de playa. Los títulos de las novelas y los nombres de los escritores que me decía, rebotaban inútilmente en mis oídos, pues toda mi atención se concentraba en el bendito sentido de la vista.

Estuvimos entre libros apenas diez minutos, yo tenía que irme pues debía llegar a otro lugar a media hora de allí y se me acababa el tiempo si no quería llegar tarde. La acompañé de vuelta a su vestíbulo y al ascensor. Entré un momento con ella y la abracé de pronto, dio un giro para evitarme entre risas nerviosas, se debatía ágil como una culebra. Mi mano derecha agarró la unión de sus nalgas, giré la vista a través del cristal de la portezuela del ascensor por si venía alguien de la calle, fue imposible besarla entre tanto movimiento sin usar la fuerza. Nos pusimos a reír. “Se empieza así y se puede acabar muy mal...”dijo. En la palma de mi mano quedó la huella de su calor. La besé en la mejilla para terminar con aquella escena quinceañera.

Y me fui, pensando que el tiempo que nos queda no es eterno, nada vuelve y todo puede acabar en cualquier momento. A los dos minutos un par de pitidos anunciaron la entrada de un sms de Laura:
“ Que calor...”