sábado, 31 de enero de 2009

CLUB HABANA



El despacho de la consulta era oscuro, como apagado por la decoración de madera que forraba las paredes. Sentados en las sillas de confidente, Silvia y yo, apenas veíamos el rostro del Doctor, pobremente iluminado por una lampara de sobremesa de pantalla verde.

El Doctor tenía una fuerte presencia, muy alto, de rostro enjuto, moreno, pelo negro engominado hacia atrás. Mirada profunda y una constitución atlética que convertía sus sesenta y cinco años en cincuenta. Su voz cavernosa delataba los excesos de tabaco y alcohol.

Mientras nos hablaba desde su autoridad indiscutible, arrancaba el filtro del cigarrillo y lo encendía. Las primeras bocanadas de humo me resultaban cinematográficas. Creía ver a uno de esos protagonistas duros del Hollywood de los cuarenta.

Tras unos minutos de conversación, un monólogo al que nosotros asentíamos como sectarios deslumbrados, aparecía la enfermera -su mujer- que con sumo respeto le indicaba que ya estaba todo dispuesto. Entonces el Doctor le decía a Silvia que ya podía pasar a la sala contigua.

Quedábamos hablando unos minutos en el despacho, de temas médicos y de todo en general. No sabía como, pero en esos momentos yo quedaba desprovisto de opinión , abrazando como propio todo cuanto el Doctor afirmaba.

“La señora ya está preparada” Anunciaba la enfermera asomando la cabeza por la puerta.
Si quiere pasar... me decía el Doctor. Y yo le acompañaba siguiendo su rastro de bata blanca hasta la sala de exploración.

La puesta en escena, consistía en una disposición de los figurantes cuidadosamente estudiada.
La enfermera casi apoyada en la pared del fondo como en posición de firmes, parecía guardar un orden innecesario. El Doctor sentado en el centro de la sala delante de la silla ginecológica, frente al sexo expuesto de Silvia, que se cubría el vientre con una sábana. Yo bajo el umbral de la puerta como un observador inútil.

El magnetismo del Doctor parecía perturbar a Silvia, mientras hurgaba en su interior. Establecí una triangulación de miradas: Doctor-Enfermera-Silvia y comprendí la función tranquilizadora de quién desde su posición de firmes guardaba un orden tal vez ahora ya necesario.

Entretanto me puse a pensar en el perfil del Doctor, recordé que conducía un espectacular deportivo rojo algo inapropiado para su edad . Había aparcado cerca de su coche en el parking que había en el mismo edificio.

Una vez el Doctor, hubo terminado la extracción de flujo vaginal y explorados senos y sexo, dio por terminado el reconocimiento. Dirigí una última mirada a Silvia que parecía transportada y abandoné mi puesto para volver a la silla del despacho.

El Doctor recibió en ese momento una llamada, oí que decía: “ De acuerdo, iremos en mi coche. Es viernes y abrá un ambiente animado. Hasta ahora”. Eramos la última visita de la tarde y tuve un fuerte impulso de seguirle. De pronto le dije a Silvia que tenía que pasar por mi despacho a recoger una documentación que había olvidado y que ella tomara un taxi para volver a casa.

Nos despedimos del Doctor, dejé a Silvia en el taxi y fui deprisa al parking. Aguardé semiescondido en el coche. Diez minutos más tarde apareció el Doctor y su amigo, un colega sin duda, pero de aspecto completamente opuesto, regordete bajito, calvo y luciendo una pajarita casi oculta en su inexistente cuello. Montaron en el deportivo rojo. Arranqué tras ellos, los seguí como pude, intentando no perderlos gracias a los semáforos. Salimos de la ciudad, una vez en la autovía el Doctor volaba en su coche. Tuve que acelerar al máximo para seguirles a una prudente distancia. Por fin su intermitente de la derecha me indicó que llegaba a su destino. Un local apartado, con rótulos de neón y nombre que evocaba un lugar del Caribe. “Club Habana”.

sábado, 24 de enero de 2009

SOLEDAD DEL BAR



El camarero birmano sirve dos cafés. Los pone juntos, delante de mí . Creo adivinar en su expresión velada por los rasgos asiáticos , un gesto de extrañeza cuando coloco el segundo café en el otro extremo de la mesa, como para ser consumido por un invisible acompañante.

Quise quedar contigo, después de tantos años de ausencia, para que veas en quien me he convertido. Para que compruebes los estragos que el tiempo y la vida han hecho en mí. Para que sepas que estoy vencido, que no queda nada de aquel espíritu que se creía puro y limpio. Que he sucumbido como muchos otros a la realidad. Que he cedido a las presiones, que ya solo soy un ser mezquino.

Quiero que me veas así, para que esta imagen actual borre la antigua, la idílica , la figura perfecta que fui cuando aún la vida no me había presentado sus pruebas.

Entretanto tomo el café a pequeños sorbos, con más azúcar que el habitual por razones obvias. ¿Cómo estás tú, sigues siendo la misma?, ¿Has sobrevivido y mantenido tus ideales?. Siempre fuiste tan fuerte dentro de tu apariencia delicada.

Te hago estas preguntas en silencio. A diferencia de otras citas en que todo es conversación animada, hasta alegre. Con otra gente que nunca sabrá quien fui, ni de donde vengo y que quien sabe lo que verán en mí. A esa distancia que impone la mesa, esos setenta centímetros que preservan el espacio vital de cada cual.

El camarero birmano me mira de reojo cuando pasa cerca. Tu café se ha enfriado ya. Me llevo tu azucarillo en el bolsillo, de recuerdo.

Pido la cuenta y me voy.


viernes, 9 de enero de 2009

LA EDAD DE LA INOCENCIA




Apenas circulaban coches por las calles, jugábamos a pelota en medio de la calzada, también partidos de fútbol con chapas de botellines de cocacola o cerveza , las bocas de las alcantarillas hacían de portería. Montábamos batallas de una calle contra otra a pedradas y jugábamos al futbolín a peseta la partida.

El tiempo pasaba muy lentamente. Por los patios de vecinos siempre se oía el llanto de un niño o mujeres cantando tristes boleros, mientras atendían a los pucheros. Diríase que la luz era más intensa, el aire limpio, el cielo más diáfano, los objetos más pesados, los mayores muy lejanos e infelices, fuera de nuestro mundo de risas ingenuas.

El colegio era una academia instalada en un primer piso doble sin patio de recreo, las paredes verdes, los altos zócalos de un tono más oscuro. Las mesas macizas, ganaban grosor a base de capas de pintura. El olor de las aulas por las tardes llegaba a ser untuoso, un ambiente pesado del que queríamos escapar cuando daban las seis y en fila saludábamos sin ganas al maestro dándole la mano, antes de salir a toda prisa.

La maestra, amargada por el amor no correspondido del Director, seguía abofeteando a los niños de primero en sus clases de lectura; la ele con la a la, la ele con e le, si se equivocaban plaff, recibían la sacudida de su gruesa mano y sus anillos.

El maestro, un vencido por la guerra y por sí mismo, visitaba el bar de enfrente, donde cargaba combustible antes de entrar en clase. Se alimentaba de alcohol y tabaco. Sobre la mesa tenía alineadas cuatro reglas de diferentes calibres, longitudes y formas con las que impartía sus clases. Los días que teníamos que responder a sus preguntas con la lección poco aprendida, probábamos las diferentes durezas de las reglas. Un truco más placebo que otra cosa era frotarse un diente de ajo sobre la palma de la mano. Aquellas mañanas estaban dominadas por lo que ya era el aroma característico de un día de examen. Sin embargo poco podía hacer el ajo para defendernos de la regla corta negra de sección cuadrada con cantos de varilla de latón. El maestro la blandía con destreza de espadachín repartiéndonos reglazos por todo el cuerpo, mientras por su mente pasaban quien sabe que terribles momentos de su pasado o de su miserable presente.

Al salir de clase volvíamos a reírnos como si nada, a nuestros juegos y chanzas y a nuestra felicidad impúber.

El Director de la academia era un hombre pulcro, de baja estatura, sonrosadas mejillas moteadas de aureolas rojizas y manos cuidadosamente tratadas por la manicura. Desprendía un suave aroma como a polvos de talco.

Debíamos ser unos mozalbetes muy díscolos, para merecer su atención hasta tal extremo que nos sometía a refinados castigos con reminiscencias históricas, recordándonos las romanas torres: las Torres Antoninas nos decía y ya sabíamos que debíamos subirnos de rodillas sobre las mesas con las manos en el cogote. Una vez colocados en esa postura, el Director se acercaba y nos aplicaba un “masaje” (decía) al hecho de abofetearnos suave y rítmicamente con ambas manos de forma que nuestras cabezas efectuaban un movimiento de vaivén de izquierda a derecha como atentos espectadores de un imaginario partido de tenis. El peor castigo era aguantarnos la risa, cuando nos mirábamos unos a otros en semejante postura.

Las clases eran mixtas y las niñas con sus batitas rosas nos miraban divertidas. Ellas no sufrían castigos físicos, salvo alguna excepción, como Lidia una rubita mona y traviesa que a veces también probaba la regla milimetrada. Un alumno más mayor que iba a un curso superior, era un calco del Director. Lidia, aquel diablillo perspicaz , le preguntó un día al Director si Martín era hijo suyo. Él visiblemente azorado le respondió que era su sobrino.

Pepita era más mayor, tendría unos catorce años. Asistía a algunas clases, pero la mayor parte de sus tareas consistían en hacer la limpieza y ayudar en la cocina del colegio. Iba algo retrasada en los estudios y compartía aula con nosotros. Era alegre, más ingenua que el resto, demasiado infantil para su edad. No se le conocían padres, nadie venía a buscarla al colegio, vivía en la academia, junto con una sirvienta, una mujer mayor. Un día nos enteramos que el Director era su tutor.

El curso siguiente, dejó de asistir a clase y solo ejercía de cocinera, para los pocos alumnos que se quedaban a comer. La vimos, distinta y distante, aquel septiembre, como si de repente se hubiera hecho mayor y ya no hablaba con nosotros.

Poco después, un día en el mercado, un grupo de madres hablaban entre ellas y observé sus caras de asombro, de repudio, irónicas...Pude escuchar como comentaban el reciente matrimonio de Pepita con el Director. En la academia no se comentaba nada y la madre de Martín seguía visitando el despacho del Director de vez en cuando.

Sigue siendo alta y esbelta aunque ha puesto unos kilos de más. Sus facciones y su expresión continúan siendo algo vulgares, sin embargo sus ojos, de un castaño muy oscuro, me parecieron los mismos de hace cuarenta años, cuando nos cruzamos en la puerta del super. Nos miramos un instante, con el disimulo y la indiferencia forzada de quienes se reconocen después de tanto tiempo y evitan hablarse.

Se fue calle abajo de la mano de su nieta. No vi al Director.