A las dos de la tarde, terminó el trabajo. Había que pasar por el exiguo aperitivo que ofrecía la empresa, por el discurso del Gerente, deseándonos a todos una feliz Navidad entre dolientes frases acerca de la difícil situación económica y la arenga final hacia la consecución de nuevos objetivos y retos para el año próximo.
Pasado el trámite, todos salimos en tropel, tomamos un bar al asalto para vaciar las existencias alcohólicas. Era divertido ver al jefe de producción bajándose los pantalones. Escuchar los chistes demencialmente obscenos del director comercial, aquel señor siempre tan formal. Los litros de cubatas iban desapareciendo de la barra. Las mujeres de la oficina perdieron las formas, las más mayores ejecutaban una danza del vientre grotesca. El griterío era tal que no se podía mantener una charla a un palmo, la comunicación pasó a ser por signos.
Pasadas dos horas salimos de aquel alboroto, sin despedirnos de nadie. Te ajustaste el cinturón y te agarraste a la manilla del techo. Las calles parecían infinitas, las luces navideñas, encuentros en la tercera fase, las rotondas pistas de autos de choque. No sé como pudimos llegar enteros a tu barrio y no recuerdo como aparqué el coche, milagrosamente intacto.
Solo eran las seis de la tarde y nos metimos en un tugurio, un bar de barriada, con mesas de formica desconchadas, viejos con una querencia eterna a la barra y el del bar que nos daba conversación y acabó bebiendo con nosotros. Primero dos gintonics para apagar la sed, después una botella entera de orujo casero entre los tres. Anécdotas, risas y esa alegría verdadera que solo los pobres pueden sentir.
Cerró pronto el bar porque era Nochebuena. El frío exterior me despejó un poco. Tuve que colgarte un brazo a mi cuello para que pudieras caminar. Nos reímos a gritos, a ratos caminamos en silencio. Te acompañé hasta tu piso, tuve que ayudarte a abrir la puerta -tus intentos de meter la llave en la cerradura resultaban cómicos, te producían una risa histérica- Una vez dentro, en el recibidor, cuando ya me iba, te pusiste frente a mí y de repente muy seria, dijiste:
Eres muy importante para mí ¿lo sabes? No se qué hubiera sido de mí en esta ciudad sin tí. Sin poder hablar con nadie profundamente, sin poder desahogarme. Te quiero muchísimo.
Me abrazaste llorando, sin defensa alguna, sin la fuerza de tus veinte años. Te acaricié el pelo como en un acto reflejo y di gracias a la borrachera por mantenerme sereno en aquel momento. Sentí un extraño amor filial, desconocido, nuevo. Te llevé hasta el sofá, besé tu mejilla y me fui.
Tres días después, lo último que recordabas era la llave que no entraba en la cerradura. Te miré y no te dije nada.
6 comentarios:
Precioso y muy tierno. Un besito en la mejilla.
Mar
Me gustan tus relatos.
Sigue.
Salud.
Relato delicioso. Ella no se acuerda, pero tu sí.
Sus palabras no se las ha llevado el viento.
Siempre cabe la posibilidad de que mienta y en realidad, si que se acuerde de lo que pasó y de lo que dijo, pero que en el fondo le ruboriza confesarlo. Un saludo
Es lo que tienen las copichuelas que al día siguiente apenas recuerdas nada jajajja, pero lo has relatado con mucha ternura.
...pero oiga usted,¿no estamos en primavera y celebrando sant Jordi? ...Ay¡ es que me desorienta en el tiempo eh¡¡¡
Un beso
Hay las borracheras y la falta de sinceridad cuando se está cuerdo!, cuantas cosas nos perdemos en la vida por ser como somos...
Besos
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