Aquel lunes intuía problemas, mientras me dirigía a la dirección del cliente. Llegué con tiempo para aparcar y aún me quedaron diez minutos esperando dentro del coche, escuchando la radio para no pensar, retardando el momento del encuentro, hasta que llegó la hora.
Me abrió enseguida, el primer contacto visual reafirmo mis temores. Pasamos a una sala de juntas en un silencio monástico, el ruido metálico al arrastrar las sillas tenía algo de cerrojo carcelario. Una vez frente a frente empezó su exposición -demasiado extensa para mi gusto- previa a la noticia final y fatídica: No podía pagar una deuda equivalente al valor de un coche de gama media-alta totalmente equipado. El motivo? la crisis inmobiliaria y el fin de las ayudas de la Administración.
Mientras le escuchaba, diferentes secuencias iban pasando por mi cabeza. Cómo iba yo a comunicarlo a mi gerente, qué posible solución había a medio o largo plazo, en qué lugar quedaba yo en mi empresa después de éste episodio? Todo ello mezclado con el deseo de agredir a aquel individuo de ojos acuosos casi transparentes, que más bien parecía un replicante.
Armado con la paciencia y la diplomacia aconsejable en estos casos, con sobriedad y templanza, pero firmemente le hice ver el desastre en el que me había metido, la necesidad de pagar la deuda mediante alguna fórmula realista y fiable, hasta que después de un rato de negociaciones, amenazas solapadas, suaves consejos y demás parafernalia del trato empresarial, llegamos a un principio de acuerdo muy incierto. En realidad todo estaba en el aire y sin resolver.
Volví a la oficina en mi propio coche supongo, no recuerdo el itinerario. No tuve humor de encender la radio ni el CD para no pensar. Entonces el pensamiento lo llenaba todo, borraba el paisaje, los indicadores, los peajes. Avanzaba por la carretera en piloto automático con la vista fija en un punto lejano y ahí fue cuando apareció de nuevo el duendecillo diábolico. El Señor del diálogo interior, el experto en tortura psicológica. Hacía mucho tiempo que lo había desterrado, pero esta vez volvió pletórico, riéndose como nunca, reforzado.
-Ja ja ja ja, creías que no volverías a verme verdad? Ja ja ja ja, lo ves como yo tenía razón, eres el más imbécil, esto solo te puede pasar a ti, ja ja ja ja ja. Creías tener un buen cliente eh? Mira ahora como estás...No vales para esto, es que no lo ves? Te engaña cualquiera, ja ja ja....Un bocinazo de otro vehículo me puso de nuevo en mi carril. Ya tenía instalada en el pecho esa presión que no se sabe de donde viene pero que resulta tan física. La boca seca como un trapo y avanzando hacia la oficina. Estaba resuelto nada más llegar a entrar en el despacho de gerencia y soltar la bomba, pero no había nadie en Dirección y no volverían hasta el día siguiente.
Traté de entrar en un estado de actividad sedada y seguir con la agenda del día maquinalmente. La próxima visita sería a una clienta que tenía que pasarme varios encargos. Antes de entrar en su oficina hice lo que los actores antes de empezar la función, es decir, representarla todo lo bien que saben, aunque vuelvan de un funeral.
Laura-mi clienta-mujer de unos cuarenta años, con una vida estable, económicamente privilegiada, guapa, simpática y todo lo demás, me pidió que la acompañara a cierta dirección. Le pregunté: la semana pasada también fuiste al mismo sitio, qué tienes por alli...?
Mi problema de la mañana palideció al instante, se quedó en una simple anécdota. No supe que hacer sino mirar el volante o la calle, los semáforos, cuando me dijo: Pocos lo saben, un día a la semana voy a una psicóloga, me lo recomendó el médico. Es bueno el apoyo psicológico para los que nos han diagnosticado una enfermedad degenerativa incurable.
La dejé en una esquina. El trayecto hasta mi casa fue una mezcla de risa y llanto. Sólo hay una verdad, la vida es absurda, injusta, feliz, caótica, agradable, cruel, incierta, generosa, una mezcla de todo, sin reglas ni norte, donde el azar te mata o te salva, donde la vida te desespera o te besa en la boca. Todo es un bombo de bolas de la lotería en alocada agitación.
Cerré la puerta, me metí en la ducha como para descontaminarme de un accidente nuclear. Metí la cabeza bajo la lluvia doméstica del teléfono. El duendecillo pugnaba por intervenir de nuevo, como un gremlin histérico. Me defendí, me blindé, me enfrenté al monstruo interior y en un reto personal le desafié a que se marchara. El jabón ayudó bastante en la operación, empecé a creer que era tan normal como cualquiera, que incluso tenía algún encanto, que los demás no son infalibles, que muchos de ellos no tendrán ni una décima parte de mis valores...y un largo etcétera de cualidades aparecidas de pronto...Mientras, la mano derecha enjabonada acariciaba cada vez más rápido aquello que crece gracias al amor propio, cuando uno se siente bien consigo mismo. Momentos antes del final pensé en cambiar las poéticas lágrimas perdidas bajo la lluvia por las miles de semillas también perdidas por el desagüe. Una sucesión mental rápida, de situaciones eróticas hasta que todo desapareció en un instante.
Al abrir los ojos seguía con la cabeza bajo la lluvia de la ducha. Vi como el duendecillo escapaba perplejo y aturdido por un pliegue de mi cerebro.
4 comentarios:
uffff....asi es la vida, ...cuando más preocupados estamos en nuestras cabilaciones creyendo que nuestros problemas son los peores..apareen ante nuestros ojos seres cuyos problems si son realmente importantes... y entonces nos damos cuenta de que en el fondo...somos unos afortunados y no podemos dejar de sonreir y dar gracias a la vida porque no nos trate peor de lo que lo hace.
Un besoooooo
El duende se monta en montañas de humo para hablar y chillar desde lo más alto. Pero no pasa la prueba, en cuanto atraviesas el humo con la mano y la montaña se queda en nada, el duende pierde el falso poder que tenía. Es un capullo. Pero nosotros sabemos quiénes somos, y él no.
Besazos desde el cálido sur.
Allí estaré, Teresa
A veces necesitamos un buen choque con las realidades ajenas para mandar a nuestros duendes a paseo.
Besos
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