El sol entraba por el lucernario de la gran sala central, iluminándola con una alegría obscena. El mármol travertino y la madera de cerezo procuraban una decoración aséptica, neutra y paliativa del dolor.
Los murmullos de la gente agolpada ante el velatorio ganaban intensidad , obligando a un empleado a ordenar silencio cada diez minutos. Saludé a algunos conocidos, con la expresión de rigor. A los amigos del difunto, chavales de quince años , en aquel momento recogidos entre ellos, empequeñecidos, arrancados de pronto de sus cotidianas risas. Tristes con sus vestimentas alegres de sábado por la mañana, sus bandoleras y sus bolsos con pegatinas chillonas ajenas a la aflicción del momento.
Entré al velatorio, al núcleo de los familiares más cercanos. La madre, agarrada a la urna, miraba a su hijo yacente con ojos de hielo, el mentón caído, la boca medio abierta en una mueca indefinible. El padre a quien solo conocía de coincidir como espectadores, en algunos partidos de fútbol del colegio, me abrazó con una fuerza de náufrago. No recuerdo las apresuradas palabras que le dije expulsadas a borbotones por la presión de sus brazos desesperados.
Me detuve un momento junto al féretro. Bajo el cristal, la cabeza amortajada de blanco del adolescente muerto. Irreal, inconcebible.
Nos condujeron a la capilla. La ceremonia fué laica. Sin el familiar consuelo de cruces, sacerdotes y liturgias, el acto aún resultaba más doloroso. Primero habló un profesor, después una de las chicas con una entereza admirable, pronunció un pequeño discurso de homenaje al finado que no tuvo tiempo de vivir.
Alguien puso una de esas canciones sentimentales. El poder misterioso de la música provocó una vibración oculta y aquellas notas, me rompieron algo por dentro. Sentí una tenaza en la garganta, una presión tras los ojos incontrolable y tuve que salir, refugiarme en el pequeño jardín posterior, oculto a las miradas. De repente una extraña empatía me acercó al lugar del padre.
Allí, sin dominio alguno, apoyé la cabeza en el tronco de un arbolito joven. Unas gotas humedecieron la tierra bajo mi niebla atroz.
11 comentarios:
Es tan perfecto tu relato que la tenaza se ha agarrado a mi garganta, soltando la tuya.
Muy bueno, de veras, ¡pero qué duro!
Besos
Espero que, como en otras ocasiones, todo sea ficción.
Un beso.
Sea pues. ¿Pistola o florete?. Mis padrinos se pondrán en contacto con los suyos para fijar dia y hora.
(...)
Ah, ¿no es de esa clase de duelo?
La muerte, esa puta, siempre llega en mal momento. Aunque cuando llega a buscarnos demasiado pronto parece aún más injusta.
Un relato conciso y certero, como siempre...
Salud.
snifffff.... ha conseguido usted no solo emocionarme, sino también ponerme muy trite. Pienso que no hay dolor más intenso,para los padre, que la pérdida de un hijo.
Afortunadamente espero que el suyo este perfectamente bien,gótico, romanico o barroco pero que este sano....jejej
Un besooooo
Crono que fuerte!!!
Por suerte tengo mi prozac a mano, de lo contrario estaría hecha un mar de lágrimas.
Muy bueno y confío que sea ficción.
Besos de chocolate
Vaya andamos tristones, como no llegue la primavera pronto!!! Menos mal que la tierra la vamos regando bien.
Un abrazo
Si es ficción: emocionante y acongojante relato... Si no lo es... prefiero no pensarlo...
Besos
¡¡Que triste Crono¡¡¡ Me ha conmovido mucho. Por lo bien escrito, como te digo siempre, y porque yo viví algo muy muy similar, casi calcado, en dos ocasiones. Con mi amiga del alma Ruth cuando éramos adolescentes y con mi amigo Miguel, a los 20...
Gracias y un beso
Ay,mi querido Cronopio! y yo que venía con risas y trompetas a anunciarte mi vuelta...!!!
En fín...que tengo nueva "casa"...te espero allí.
Un beso,maestro
Cronopio,creo que ya sí puedes comentar..es que soy nueva en estos lares!
lo de la foto ya te lo contaré...jajajajajaja! mil besos
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