
Teresa dio un respingo al oír la voz lejana que salía del móvil. Anotó
nerviosamente las instrucciones que debía cumplir de inmediato. Tenía el tiempo justo de abandonar la reunión de trabajo, acabar con el cliente en cinco minutos para pasar por su casa –a esa hora ni su marido ni los niños estarían- cambiarse de ropa y buscar esas prendas de una elegancia demasiado suntuosa, que nunca se ponía.
Salió de casa con un cosquilleo en el vientre mezcla de emoción y miedo. La pamela doblada en una bolsa.
Cómo había llegado hasta ese punto. Era tan inexplicable y absurdo que resultaba cómico. Empezó esa relación a distancia como un juego que poco a poco se fue transformando en algo mas serio y perturbador, hasta que se le escapó de las manos. Hasta que empezó a descubrir cosas ocultas de si misma. Él, en realidad solo era un medio, un diluyente donde ella vertiría su verdadera esencia. El resultado de la mezcla , una fórmula que era aún desconocida. Solo existía una idea clara por encima de su confusión: la necesidad de sentir.
Al salir del aparcamiento, miró como se elevaba el portón, le pareció la puerta que se abría a un abismo. ¿Qué era toda esta locura, por qué obedecía a aquel hombre, casi desconocido, para qué se había vestido así? Solo sabía que tenía que hacerlo y entregarse a aquel extraño juego de sorpresa, estupor y placer turbulento. Era tan atractivo, el abandono de si misma a otra voluntad.
Ya en la calle, la gente presurosa pasando a través del cristal como en un film francés en blanco y negro, irreal como el vaivén del limpiaparabrisas anunciándole un “no” continuo. En el último instante, girar el volante a la derecha de vuelta a casa y a su feliz rutina o seguir de frente.