
Para quienes no tenemos patria, ni bandera, ni religión. Para los que ni siquiera creemos en un equipo de fútbol y ya tenemos una edad en que tampoco podemos creer en lo único que creíamos en la juventud: el ser humano. O quizá, algunos escogidos seres humanos. Para los completos descreídos. Para los nihilistas y los escépticos de toda índole, hastiados de tanta mezquindad, de tanta ruina y rutina.
Para todos nosotros existe un bálsamo sencillo, disponible, amable, humilde, frágil, personal y casi intransferible. Un objeto amigo de nuestros dedos y de nuestros labios que aún no han abandonado la lejana etapa oral.
En las celebraciones, en los momentos alegres, nos acompaña. Sus volutas adornan el aire que nos rodea con una apoteosis barroca de azules y grises sobre fondo de colores.
Nos ayuda a ocultar la turbación ante alguien especial que nos conmueve. O simplemente nos proporciona un placer inmediato y fugaz.
Pero es en los momentos amargos cuando cobra realmente sentido. Cuando ya no nos queda nada más que nuestra negra y absoluta soledad, es cuando comparte con nosotros esos pensamientos silenciosos como de vacío andén nocturno, que nadie puede entender. Es entonces cuando el rojo incandescente de la punta actúa como única luz y el humo aspirado es el único consuelo frente al mundo.
Para quienes fuimos mitómanos del cine, nos queda revisar películas anteriores a 1990, donde el humo flotaba en los platós y dotaba a las actrices de una elegancia suprema en sus sensuales exhalaciones. Pocos fetiches fueron tan potentes como aquellos filtros manchados de carmín...
Algunos médicos vuelven a recomendarlo. Consideran inhumano salir del trabajo y entrar en un bar donde esta prohibido. Han comprendido que es una tortura políticamente correcta, el no poder desahogarse cinco minutos de la tensión acumulada durante horas.
No lo olviden, fumar es de débiles.