Estábamos sentados en un sofá de piel verde botella, frente a la ventana con los cristales salpicados de lluvia. Iria me mostraba los procesos de un nuevo programa informático, en el portátil abierto sobre la mesita de centro. Mientras, yo pensaba en como efectuar un acercamiento con un mínimo de elegancia. La visión de su cuerpo, sus movimientos, su mirada , su tono de voz, preparaban el instante previo a la invasión de su espacio vital.
El crepitar de la lluvia contra los cristales parecía propiciar el contacto. Me acerqué a ella, hablándole para ocultar un impulso que ya era puramente físico. A esa corta distancia, entré en el aura donde habitaban la fragancia de su piel y el aroma de su cabello. Un instante después la besé levemente en sus labios inertes que parecían dibujados en su cara quieta. Solo fué un contacto ligero hecho con la prevención de quien pisa terreno desconocido.
Los segundos eternos que siguieron se rompieron con un comentario que pareció redactado por mi desafortunado guionista interior. Iria quiso poner orden a aquel momento confuso. Aquello era descabellado, absurdo y fuera de lugar. Una especie de niebla confundía lo que yo pensaba y el sonido de sus sensatas palabras. A pesar de ello me relajé, entrando en paz conmigo mismo por no haber dejado pasar otro día sin hacer nada.
De pronto me invadió un negro terror al ridículo, quise que aquello nunca hubiera sucedido y seguir con el trato amable, amigable y cándido de antes. Recogí mis cosas, el abrigo y me levanté para irme de allí, diciéndole que se me había hecho tarde.
Cerca de la puerta, con la urgencia que provocan las situaciones incómodas me despedí con dos besos en las mejillas. Cuando ya nuestros rostros se separaban, Iria, olvidando su prudente discurso me besó con fuerza, decidida y profundamente.