viernes, 9 de enero de 2009

LA EDAD DE LA INOCENCIA




Apenas circulaban coches por las calles, jugábamos a pelota en medio de la calzada, también partidos de fútbol con chapas de botellines de cocacola o cerveza , las bocas de las alcantarillas hacían de portería. Montábamos batallas de una calle contra otra a pedradas y jugábamos al futbolín a peseta la partida.

El tiempo pasaba muy lentamente. Por los patios de vecinos siempre se oía el llanto de un niño o mujeres cantando tristes boleros, mientras atendían a los pucheros. Diríase que la luz era más intensa, el aire limpio, el cielo más diáfano, los objetos más pesados, los mayores muy lejanos e infelices, fuera de nuestro mundo de risas ingenuas.

El colegio era una academia instalada en un primer piso doble sin patio de recreo, las paredes verdes, los altos zócalos de un tono más oscuro. Las mesas macizas, ganaban grosor a base de capas de pintura. El olor de las aulas por las tardes llegaba a ser untuoso, un ambiente pesado del que queríamos escapar cuando daban las seis y en fila saludábamos sin ganas al maestro dándole la mano, antes de salir a toda prisa.

La maestra, amargada por el amor no correspondido del Director, seguía abofeteando a los niños de primero en sus clases de lectura; la ele con la a la, la ele con e le, si se equivocaban plaff, recibían la sacudida de su gruesa mano y sus anillos.

El maestro, un vencido por la guerra y por sí mismo, visitaba el bar de enfrente, donde cargaba combustible antes de entrar en clase. Se alimentaba de alcohol y tabaco. Sobre la mesa tenía alineadas cuatro reglas de diferentes calibres, longitudes y formas con las que impartía sus clases. Los días que teníamos que responder a sus preguntas con la lección poco aprendida, probábamos las diferentes durezas de las reglas. Un truco más placebo que otra cosa era frotarse un diente de ajo sobre la palma de la mano. Aquellas mañanas estaban dominadas por lo que ya era el aroma característico de un día de examen. Sin embargo poco podía hacer el ajo para defendernos de la regla corta negra de sección cuadrada con cantos de varilla de latón. El maestro la blandía con destreza de espadachín repartiéndonos reglazos por todo el cuerpo, mientras por su mente pasaban quien sabe que terribles momentos de su pasado o de su miserable presente.

Al salir de clase volvíamos a reírnos como si nada, a nuestros juegos y chanzas y a nuestra felicidad impúber.

El Director de la academia era un hombre pulcro, de baja estatura, sonrosadas mejillas moteadas de aureolas rojizas y manos cuidadosamente tratadas por la manicura. Desprendía un suave aroma como a polvos de talco.

Debíamos ser unos mozalbetes muy díscolos, para merecer su atención hasta tal extremo que nos sometía a refinados castigos con reminiscencias históricas, recordándonos las romanas torres: las Torres Antoninas nos decía y ya sabíamos que debíamos subirnos de rodillas sobre las mesas con las manos en el cogote. Una vez colocados en esa postura, el Director se acercaba y nos aplicaba un “masaje” (decía) al hecho de abofetearnos suave y rítmicamente con ambas manos de forma que nuestras cabezas efectuaban un movimiento de vaivén de izquierda a derecha como atentos espectadores de un imaginario partido de tenis. El peor castigo era aguantarnos la risa, cuando nos mirábamos unos a otros en semejante postura.

Las clases eran mixtas y las niñas con sus batitas rosas nos miraban divertidas. Ellas no sufrían castigos físicos, salvo alguna excepción, como Lidia una rubita mona y traviesa que a veces también probaba la regla milimetrada. Un alumno más mayor que iba a un curso superior, era un calco del Director. Lidia, aquel diablillo perspicaz , le preguntó un día al Director si Martín era hijo suyo. Él visiblemente azorado le respondió que era su sobrino.

Pepita era más mayor, tendría unos catorce años. Asistía a algunas clases, pero la mayor parte de sus tareas consistían en hacer la limpieza y ayudar en la cocina del colegio. Iba algo retrasada en los estudios y compartía aula con nosotros. Era alegre, más ingenua que el resto, demasiado infantil para su edad. No se le conocían padres, nadie venía a buscarla al colegio, vivía en la academia, junto con una sirvienta, una mujer mayor. Un día nos enteramos que el Director era su tutor.

El curso siguiente, dejó de asistir a clase y solo ejercía de cocinera, para los pocos alumnos que se quedaban a comer. La vimos, distinta y distante, aquel septiembre, como si de repente se hubiera hecho mayor y ya no hablaba con nosotros.

Poco después, un día en el mercado, un grupo de madres hablaban entre ellas y observé sus caras de asombro, de repudio, irónicas...Pude escuchar como comentaban el reciente matrimonio de Pepita con el Director. En la academia no se comentaba nada y la madre de Martín seguía visitando el despacho del Director de vez en cuando.

Sigue siendo alta y esbelta aunque ha puesto unos kilos de más. Sus facciones y su expresión continúan siendo algo vulgares, sin embargo sus ojos, de un castaño muy oscuro, me parecieron los mismos de hace cuarenta años, cuando nos cruzamos en la puerta del super. Nos miramos un instante, con el disimulo y la indiferencia forzada de quienes se reconocen después de tanto tiempo y evitan hablarse.

Se fue calle abajo de la mano de su nieta. No vi al Director.

8 comentarios:

JLAmbr dijo...

Rayos, ¿de qué hilo tiro?
¿del de Martin, posible hijo ilegítimo, y su madre?
¿del de Pepita?
¿la maestra y su amor imposible?
Ah, rayos, esto debe ser lo que llaman Amar en Tiempos Revueltos

Anónimo dijo...

Jo....r Cronopio! Me has dejado sin palabras.

Bella historia, real e irreal y, encima, bien escrita, con final y sin final. Me gustas.

Un besito

Novicia Dalila dijo...

¡¡Que bien le has puesto el título al post, Crono¡¡¡ Es que éramos inocentes. Bueno, éramos muchas cosas, pero sobre todo inocentes...
Mi colegio no era así, en un piso. Era un colegio público normal, de los de entonces. Estábamos separados por sexos, nunca nos juntaron, lo cual daba mucho más morbo a las relaciones, que se limitaban a encontrarte a la entrada y mirar por la ventana a la hora del recreo, porque nuestras clases daban al patio de los chicos... Era emocionante ver al chico que te gustaba hacer el gallito para que le mirases...¡¡¡Qué tiempos¡¡¡
Yo nunca olvidaré a mis primeras "señoritas"... Doña Elvira desde los 3 a los 6 años (ya era mayor entonces´... muy mayor), y después Doña Dolores, con muy mala hostia pero buen corazón... Me enseñó a hacer punto de cruz...

Gracias por llevarme por un momento a mi infancia... una época de mi vida muy muy enriquecedora y feliz.

Un beso

ISABEL TEJERA CARRETERO dijo...

Hola Crono , mis disculpas por estos dias que no he entrado , pero volver a leerte ha sido un placer la verdad es que retratas muy bien esos momentos... lo de los maestros me ha encantado ¡como no!

Ambrosía dijo...

Que tiempos aquellos!!!
Pues yo lo de las palmetadas como castigo no lo recuerdo. Supongo que fui una privilegiada al asistir a una de aquellas experiencias revolucionaria para la época que seguía las tendencias pedagógicas de Montesori, claro que de todo ello yo no era demasiado consciente. Lo que si tengo muy presente son, años más tarde, los largos pasillos del instituto, que las monjas nos hacían barrer a todo lo largo y ancho, como reprimenda a nuestro mal comportamiento... de ahí mi vicio con la escoba ...jejeje
Un placer leerle .. de veras!
Un besoooo

Inés Perada dijo...

Es cierto...los mayores siguen pareciendo muy lejanos e infelices...
¡Ah, el colegio! siempre recordaré a "Donricardo" para nosotros se llamaban así...dontal doncual...sin que ese Don significase absolutamente nada. Este en concreto era un franquista convencido y recuerdo que siempre, después de la perorata fascista de turno que nadie escuchaba (teníamos entre 10 y 14 años), terminaba siempre con ¡Avanti! y entonces despertábamos y retomábamos la clase.

Recuerdos agrios que matizados con la pátina de tiempo encima, hacen sonreír...

Salud.

Nanny Ogg (Dolo Espinosa) dijo...

Mi colegio no era como lo describes (me recuerda más a donde iban mis padres... hasta que la guerra los dejó sin educación porque había cosas más importantes como comer). Mi colegio era un colegio nacional, con cientos de niños; ellos a un lado, nosotras a otro, como mucho nos entremezclábamos un poco en el recreo pero solo un poco. Eso sí, ponerte de rodillas, darte con la palmeta en la mano, coscorrones... todo eso a la orden del día (para unos más, para otros menos). Qué tiempos aquellos.

Pero me voy por las ramas :) El relato es maravilloso; la historia, triste y real. Creo que es de los cuentos que más me ha gustado.

Besos

Borrasca dijo...

Que buen relato, me encantó!!!!!
A mí no me tocó una situación parecida a la que rememoras, por cierto, no entendí lo de la palma de la mano untada con ajo.

Y que capacidad la tuya para reconocer rostros y recordar nombres después de tanto tiempo, vaya eres un verdadero prodigio!!!

Besos borrascosos